sábado, 23 de mayo de 2009

El asesino

Los juegos de cartas son una de las distracciones más conocidas popularmente. Se conocen muchos, desde los básicos como cash o la burra, hasta los más complejos como el cuarenta y el asesino. Este último, nos divierte sobremanera. Un amigo, el gringo, compara al asesino con la canción “miradas que matan”.
Un jugador se convierte en el asesino cuando tiene en sus manos el as de brillo. El objetivo del asesino es matar al resto. Lo logra por medio de una guiñada. Aquí es donde entran los antagonistas; el policía, representado por el rey de corazón negro, y la prostituta, por el príncipe de brillo. El primero, se encarga de pescar al asesino, y una vez que lo logra, el juego termina. La segunda, revive a los muertos lanzándoles besos.
Somos cuatro y nos disponemos a empezar el juego. , antes de empezar, nos vemos a los ojos para intentar memorizarlos. Un par es café, el resto, negros. Sólo uno es verde, y aterroriza. Las cejas se tensan con el mínimo ruido. Se siente la estática en la piel. Empieza a hacer calor.
Los protagonistas de la noche son; el rey, el príncipe y el as. Estamos sentados cara a cara en una mesa redonda. Frente a mi está la loca. A su lado derecho, el gringo. Frente a él, la judía. En la mesa no hay más que un mazo de cartas y un grueso y pesado libro. Habíamos estado estudiando.
“Trae las cervezas, así el juego se pone bueno”, dijo el gringo. Me levanté y caminé hacia la cocina. Regresé después de que el reloj marcó las siete. Era hora de empezar. La loca barajó las cartas. Una y otra vez les dio vuelta, de arriba a abajo y de abajo a arriba. Se pasó la mano por la frente. Secó las gotitas de sudor que habían aparecido.
La loca hizo su habitual repartición de las cartas. Siempre para la derecha, esas eran las reglas. Repartidas ya las cartas en número par, los segundos que quedaban estuvieron destinados al azar. Él decidió a quién le tocaba ser el asesino, el besador y el chapa.
Con el destino frente a los ojos de todos -y los lentes del gringo-, la partida empezó. Las advertencias previas las dijo la judía, con su ronca voz y apariencia de inspectora escolar. Su gran mano las numeró e hizo un extraño énfasis en cada una. “No está permitido sobarse los ojos, bajar la cabeza y peor mirar en otra dirección que no sea el círculo imaginario sobre el cual se desarrolla la partida”.
Su voz me irritó y decidí que ella sería la primera en morir. Antes de hacerle el guiño mortal, miré al gringo para intentar ver sus cartas reflejadas en sus lentes. Como siempre, sus lunas me revelaron lo que su barba escondía. Él era el policía. Tenerlo a mi izquierda significaba que el guiño tenía que darlo con el ojo derecho, para que así, él no lo notara. Pan comido. Mi lado derecho siempre fue más rápido.
Transcurrió un segundo y maté a la judía también. Su carta cayó sobre la mesa sin hacer ruido alguno. El respaldar de su silla se vio golpeado bruscamente por su macizo cuerpo. Uno menos, pensé.
Mi próximo objetivo era la loca. Demoré más de cinco segundos en darme cuenta de la situación en la que el juego se encontraba. Si el gringo era el policía, la prostituta tenía que ser la judía -que ya estaba muerta- o la loca. Si era la judía, sólo restaba matar a la loca y listo, yo ganaba. Pero si por el azar, la loca era la prostituta, en cuestión de segundos iba a intentar revivir con un beso a la judía. Ese era el problema, cómo saber.
La loca tenía grandes dientes y estaban ligeramente salidos. Esto hacía que sus labios resaltaran aún más. ¿Mi salvación? El beso que la loca le proporcionara a la judía, tenía que ser sonoro, o al menos, tenía que venir acompañado de un movimiento facial evidente. Mientras pensaba esto, miré a la judía. Había rápidamente cogido su carta de la mesa. Estaba de vuelta en el juego. La loca era la prostituta y fue más ágil que yo.
Desarrollé una nueva estrategia; matar al policía primero. Él me miró, y supe por instinto que nadie más nos miraba. Le hice el guió mortal. Su carta demoró en tocar el mantel verde de la mesa. Bajó sus manos y las cruzó. Se daba por vencido. No esperaba que un beso lo resucitara. Uno menos, pero ahora de verdad. Ahora, tenía que matar primero a la prostituta, para que así, el chance de revivir a la única persona sin papel dentro del juego, no existiese.
Parpadeé mis ojos en señal de que el ataque se aproximaba. Los ojos de la loca y de la judía me miraban. Estaban aliadas contra mí. No me era permitido cometer asesinatos a pierna suelta.
Decidí entonces hacerme la muerta. Cabe recalcar que en el juego, así como en el amor, todo vale. Me valí de una artimaña que el juego no contempla: hacerse el muerto. Solté mi carta y bajé la mirada. Inmediatamente el rostro se les pintó de verde a ambas. Aproveché estos segundos de confusión, cuando sus miradas se cruzaban en busca de una explicación, y clavé mis ojos en la loca. Murió al instante. Bajó su carta y sonrió. Con otro guiño maté a la judía. El as de brillo era mía.

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